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La patología institucional del colapso socioecológico

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Lo sentimos en los huesos. Un zumbido de baja frecuencia que se ha convertido en la banda sonora de nuestra era. Lo vemos en los titulares—otra inundación sin precedentes, otra fractura política, otra especie declarada extinta. Lo sentimos en la extraña ausencia de abejas en primavera, en el calor vertiginoso de un verano que bate todos los récords.


Esto no es el avance. Es el evento principal.


Estamos viviendo en una época de colapso. Pero seamos muy claros: el colapso no es una sola explosión al estilo hollywoodense. Esa fantasía es un consuelo porque es simple y definitiva.


La realidad es mucho más insidiosa. El colapso es un proceso patológico. Es una falla sistémica y progresiva, un desmoronamiento a cámara lenta de los sistemas complejos de los que dependemos. Como un cuerpo que sucumbe a una enfermedad crónica, el todo se vuelve menos resiliente, más propenso a fallas en cascada e incapaz de realizar sus funciones esenciales.


Y si nuestro cuerpo social está enfermo, entonces su sistema inmunitario—nuestras instituciones legales, administrativas y de gobierno—está en un estado de fallo catastrófico.


El Diagnóstico: Un Choque de Sistemas


La patología central es un desfase profundo. Durante siglos, construimos un magnífico conjunto de instituciones diseñadas para gestionar una sola cosa: las relaciones humanas. Trazamos líneas en mapas, creamos leyes, burocracias y economías para imponer orden en el mundo humano.


Pero erigimos todo este edificio sobre una suposición fundamental y, en última instancia, fatal: que el sistema planetario era un telón de fondo estable, infinito e indulgente. Tratamos la atmósfera como una cloaca gratuita, los océanos como un recurso inagotable y la biosfera como un escenario pasivo para nuestro drama.

Estábamos equivocados. El sistema planetario no es el telón de fondo; es el actor principal. Y ahora está interactuando forzadamente con nuestros sistemas artificiales de maneras para las que nunca fueron diseñados. Nuestro "sistema inmunitario" institucional está atacando al cuerpo huésped—el mismo planeta que lo sustenta.


Esta falla institucional no es un simple malfuncionamiento; es una respuesta patológica arraigada en un error ontológico fundamental. Diseñamos un conjunto de instituciones para navegar un mundo que creíamos definido principalmente por contratos sociales y económicos, mientras el sistema planetario era tratado como un sustrato mayormente inerte e infinitamente resiliente. Nuestras leyes, economías y gobiernos fueron construidos para optimizar la eficiencia, el crecimiento y la resolución de conflictos humanos dentro de este contenedor estable. El contenedor en sí nunca fue parte de la ecuación.


El fenómeno que llamamos colapso es la colisión violenta e inevitable entre estos dos sistemas. Es el momento en que el telón de fondo deja de serlo y se convierte en la variable dominante. El sistema planetario—con sus ciclos biogeoquímicos no negociables, sus puntos de no retorno y su equilibrio dinámico—ahora impone su lógica sobre la nuestra. Nuestras instituciones, sin embargo, no pueden procesar esta lógica. Hablan el lenguaje de la economía y la soberanía, mientras el planeta opera en el lenguaje de la física y la ecología. El resultado es una incoherencia profunda y peligrosa.


Esta incoherencia se manifiesta como un delirio institucional sostenido. Lo vemos cuando los modelos económicos privilegian el crecimiento infinito en un planeta finito, una imposibilidad biológica tratada como un imperativo político. Lo vemos en negociaciones internacionales interminables que producen acuerdos no vinculantes, donde la urgencia física monumental de un clima desestabilizante es forzada a pasar por el angosto ojo de la cerradura del consenso diplomático. Lo vemos cuando las agencias de protección ambiental tienen la tarea de "gestionar" el colapso ecológico, armadas solo con mandatos limitados y compromisos, mientras los sistemas que deben salvaguardar operan en una escala de tiempo y complejidad que empequeñece su autoridad.


El colapso, por lo tanto, no le está sucediendo a nuestras instituciones desde el exterior; está siendo ejecutado a través de ellas. Su misma arquitectura está programada con el código de un mundo que ya no existe. En su lucha por funcionar según su diseño original, inadvertidamente aceleran el desmoronamiento. Como una enfermedad autoinmune, la respuesta defensiva está mal dirigida, atacando las conexiones y procesos vitales que sostienen el todo. El sistema inmunitario, encargado de la protección, se convierte en el agente de la decadencia del cuerpo.


Este es el meollo del diagnóstico: nuestra gobernanza no está fracasando en resolver el problema; su forma actual de operar es la expresión patológica del problema. El gran desmoronamiento de nuestro tiempo no es un evento aleatorio, sino una fiebre sintomática—una señal de que el cuerpo político está en guerra con el cuerpo planetario que ya no puede reconocer como propio. Hablar de colapso es describir esta crisis autoinmune, un fracaso no de la intención, sino del diseño fundamental.

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